Aún era guía en Madrid y la empresa con la que colaboraba me propuso guiar un tour privado por el Santiago Bernabéu. Una familia de un país de América Latina venía a pasar una semana a Madrid y querían conocer el estadio por dentro. Eran madridistas a muerte, me dijo el jefe. Me pagaron una entrada para que fuese a hacerme el recorrido yo solo en primer lugar -la escogí con audioguía, por si acaso- y luego fui a la Librerías Deportivas, en la calle Paz, y me hice con un libro de Historia del Real Madrid y otro de anecdotario del equipo. Ahora andan por alguna parte de casa de mis padres. Pedí ticket y me los desconté del IVA de autónomos.
El día del tour recogí a la familia en la puerta del hotel -Mamá, Papá, hijo adolescente, hija pequeña aburrida antes de empezar- y los llevé en metro, con billetes también pagados por la empresa. Lo primero que hicimos al llegar al Bernabéu, tras soportar la cola rodeados de japoneses, árabes y algún españolito de provincias, fue subir a lo más alto de la torre en acceso a la visita. Ahí expliqué alguna anécdota comprobando que solo la Mamá me escuchaba por educación y Papá me sonreía. Se hicieron varias fotos esperando educadamente a que las japonesas actualizasen sus stories de Instagram y luego bajamos al museo.
Desistí de explicar nada de lo que me había empollado antes de llegar a la primera Copa de Europa, no entendiendo muy bien por qué iba a cobrar por andar con ellos un rato por esos pasillos mezcla de Disneylandia y película distópica de ciencia-ficción de los 70. Le hice una foto al primer Trofeo Villamarín -sí, vino el Madrid de invitado a inaugurar, allá por 1960, y nos lo ganaron- y les enseñé las zapatillas de Hugo Sánchez -me había aprendido su ubicación exacta en el museo- recibiendo entusiasmo por parte de Papá e indiferencia absoluta por parte del hijo adolescente, presunto instigador de la visita.
Como fue en verano, no recuerdo ya si julio o agosto, estaban cambiando el césped y se podía pasar por la misma cancha, así que bajamos atravesando de grada a grada hacia los banquillos. Las porterías estaban desmontadas, de manera que el hijo no quería hacerse la foto porque no era lo mismo que con el campo en uso. Le dije que estaba siendo tonto: si sus amigos venían en otoño no les dejarían pisar la hierba y tendrían que dar la vuelta por arriba para acceder a la otra mitad de las instalaciones. Él iba a tener una foto única por venir justo en ese momento, pisando el área donde jugaba cada semana Sergio Ramos. Al final se animó y quiso salir señalándose el 13 -por la Copas de Europa- de la manga de su camiseta oficial. Quería que lo vieran bien sus amigos hinchas del Barcelona allá en México.
El estadio que más veces he pisado en mi vida es el Nuevo Los Cármenes, la casa del Granada CF, por motivos de trabajo: escribí sobre su desempeño en Liga durante tres temporadas. Como bético que ha visitado por gusto más veces el campo del Rayo Vallecano que el Villamarín, me fui de la cancha nazarí más de una vez escandalizado de escuchar al público de un recién ascendido a Primera pitarle a su equipo hasta cuando iba ganando. Ya que menciono el Nuevo Vallecas, por cierto, y por si quien me lee no es muy futbolero, tiene una grada de menos. Los vecinos de los pisos altos en los bloques de al lado tienen abono de temporada gratis. Es un estadio precioso.
Estos días de Superliga, en los que el presidente del Real Madrid, ese club de parque temático al que va a ver gente a la que no le gusta el fútbol, salía en los medios afirmando que si creaban una competición cerrada en la que los ricos ganasen mucho más dinero «sería bueno para los demás porque algo les llegaría» me he acordado que guié aquel tour como falso autónomo. No me iba mal, creo que ese empleo es el mejor pagado por horas que he tenido en mi vida, quizás el mejor que vaya a tener nunca. Me descontaba libros de Historia como gastos de trabajo y me daban propina por soltarles discursos interminables sobre reyes muertos a completos extraños. Hay ocupaciones peores en esta vida.
Recuerdo un tour privado con un instituto de Lebrija, que no está muy lejos de Utrera, el pueblo donde me crié, en el que los chavales quisieron hacerse una foto con la estatua de Álvaro de Bazán que hay en la Plaza de la Villa de Madrid. No habían escuchado hablar de él jamás antes de que llegasen allí con «el calvo ese» de guía, pero les encantó saber que murió invicto en batalla. No les desarrollé que su rey, Felipe II, lo despojó de sus títulos y lo dejó morir solo, viejo y enfermo. Que supiesen al menos que un español, sobre el papel «alguien como ellos», fue capaz de no perder nunca.
El verano de la desescalada atravesé Los Balcanes escribiendo, leyendo y vendiendo reportajes precariamente, en parte creo que simplemente porque podía. Quería ver si era capaz, sin que me volviesen a confinar, costeándome el viaje y escribiendo reportajes que mereciesen la pena. Al pasar por Budapest fui a visitar el Puskás Arena, el principal estadio de una ciudad más futbolera de lo que la actualidad le reconoce, un estadio en parte obra megalomaníaca de hormigonazo para servir de sede de la Eurocopa 2020 -ahora 2021- y blanquear un poco, vía sportwashing, al régimen cuasi antidemocrático de Orbán.
Coincidió mi visita con que el Granada CF se clasificase, por primera vez en su historia, para disputar una competición europea. Granadistas y granadinos han vivido una temporada de un mérito deportivo enorme sin poder acudir al campo por la COVID-19, en un ejemplo paradójico de la estupidez del actual negocio del fútbol: es rentable jugar con estadios sin público, gigantes, vacíos y fantasmagóricos, en los que se escucha a los jugadores gritarse y al entrenador hasta estornudar. El Bernabéu, encima, ha aprovechado para hacer obras, así que a pesar de la enorme deuda que ha generado el parón parecería que les ha venido incluso bien.
Hungría entre los años 30 y los 50 fue una potencia futbolística que llegó a dos finales de la Copa del Mundo y ganó una medalla de oro olímpica cuando aún tenía prestigio en este deporte. La invasión soviética de 1956 mandó al exilio a decenas de deportistas de élite y acabó con ese potencial, disolviendo por ejemplo a la gran generación de los magiares mágicos, que jugaba en el Honved, uno de los equipos de Budapest. Ese club podía haber sido un rival del Real Madrid de Di Stéfano, campeón de cinco Copas de Europa consecutivas, de no ser por la invasión.
Durante muchos años mi hermano jugó al fútbol en categorías inferiores, hasta que se le superpuso con los estudios y lo dejó de lado. La verdad es que no lo arropamos demasiado y casi nunca íbamos a verlo. Jugaba de defensa pero a veces el entrenador lo adelantaba a mediocentro y le pedía, por lo que él contaba muy a las sevillanas maneras, «que se echase el equipo a las espaldas». Una tarde, en un partido en los campitos de arena junto al Polideportivo de Utrera, en el Paseo de Consolación, fue a verlo mi padre. No sé cuantos goles metió en su breve carrera, pero jugando tan atrás, sé que fueron pocos. Ese día le llegó un balón de rebote estando al borde del área y le pegó con todas sus fuerzas sin apuntar muy bien. Entró por toda la escuadra. Empezó a correr celebrándolo y vio a mi padre, así que se le tiró encima y se abrazaron.
Yo no estaba. Ni siquiera tengo claro si me han contado que fue así o me lo estoy inventando sobre la marcha. Pero es uno de los goles que mejor recuerdo.
Y vale más que un tour por el Bernabéu.
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