A medianoche, llegan las hormigas.
Las esperas agazapada en la cama, enlazando los dedos de las manos con los del pie contario, la espalda en un arco y las ojeras dispuestas.
Rodean el cabecero y se encaraman por las patas, sin romper la formación, disciplinadas, firmes y pacientes. Se enredan en las sabanas como atravesando el desierto en territorio enemigo y se despliegan ante ti.
Te agachas y estiras, la cabeza en escorzo, la columna como un látigo a punto de restallar, los codos pelados por encima de los hombros.
Resoplas y muestras los caninos, pero ellas no se mueven. Te retuerces y las intentas rodear, pero ya forman en buen orden por todas partes.
Cuando la colcha se agita, ellas nadan. Cuando la sábana vuela, aterrizan como paracaidistas. Se recomponen y cierran su círculo, aún no te tocan pero rellenan los espacios que liberas con cada movimiento. No las ves, pero están en todas partes.
Si te apoyas en el pomo del cabecero, manos ásperas de cuidados y paciencia, puedes aguzar la nariz y olerlas en cada rincón. Ocupan el espacio bajo el escritorio, los goznes del armario y el quicio de la puerta. Se aúpan a la ventana y te auscultan a través del espesor del aire con sus antenas.
A veces, hablan. A veces, no.
Nunca te tocan sin dejar pasar algunas horas antes. Cuando ya has dado vueltas sobre ti misma como si persiguieses tu propio trasero, te has crujido las rodillas, te has puesto de pie saludando al sol que está escondido o has saltado haciendo el puente sobre tu espalda. Cuando estás tan exhausta de erizarte para espantarlas que jadeas con la lengua y notas la sal de tu propia saliva resbalándote por las comisuras de los labios y humedecerte el gañote.
A veces la primera se sube a un pie y hace cosquillas. A veces otra escala hasta un codo, te asusta y te sacudes. A veces te resistes, a veces no.
Siempre son lentas y metódicas.
Luego solo puedes recordar dónde comenzaron a tocar las dos o tres primeras, porque el desfile te satura. Las notas escalando por encima o por debajo del pijama, enredándose en el vello de los brazos o cayendo al ombligo y no sabiendo escapar. Las sientes encaramándose al nacimiento del pelo o coronando la nariz.
Exploran las costuras de la ropa interior o bailan sobre botones. Fuerzan colarse por los cortes de las uñas mordidas o trepan por las protuberancias de las vértebras buscando el cogote.
La primera vez que te visitaron te sacudiste, gritaste, las aplastaste por cientos enfangadas entre el edredón y la sábana y resbalaste sobre sus cuerpecitos pegajosos.
Ahora a veces ladras, a veces muerdes y a veces no.
Siempre te detienes cuando notas las primeras patitas caminando muy despacio sobre el cristalino, el párpado congelado y la lágrima acobardada, una sombra en diagonal en la vista de penumbra de la noche. Otra se enreda en las cerdas de la nariz. Otra más intenta explorar el canal del tímpano. Por docenas y docenas se deslizan por la lengua, corretean por tus labios y se precipitan hacia el interior de la garganta, rozando la campanilla y arrancándote toses violentas.
A veces vomitas. A veces masticas.
Al día siguiente nunca estás segura de si te acabaste durmiendo o te acabas de despertar.
No recuerdas por qué empezaron a venir. No recuerdas como consigues que a veces no aparezcan. No recuerdas cuántas veces te han hablado y cuántas veces se han callado. No recuerdas por qué hay días que se marchan sin tocarte.
Solo recuerdas que gruñes y resoplas y no entiendes el cosquilleo en la corva cuando no están y el escozor en las palmas de las manos cuando las oyes llegar.
Nadie lo sabe. Nadie más las espera.
Ya no las entiendes. Ya no las temes ni las odias. Es el ritual de tu cama, que no puedes compartir.
Es una costumbre tan vieja que ya solo sabes una cosa con certeza.
Que a medianoche, llegan las hormigas.
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