Apenas veía más que gris o azul oscuro a medio metro de su cara. Olía la madera húmeda con cada inspiración que le congelaba las costillas por dentro. Tropezó en sordo, los pies insensibles, notando el impacto por la vibración de las botas. Paró el golpe con los codos y las rodillas. Escuchó cómo se le resbalaba el pico de zapador y aterrizaba con un ruido sordo. Se sostuvo a cuatro patas un segundo antes vomitar color negro, la sangre y los mocos mezclándose con la nieve sucia de varios días. Se le habían olvidado el casco y los guantes, el forro del abrigo no era suficiente como para evitar que la temperatura se le colase por el cuello y las mangas. Escuchó el aleteo de un búho. Luego los pasos de un gato. Finalmente vio los pies de la bruja.
- Dime tu nombre –ordenó una voz de muchacho.
Apretó los dientes. Los pies de la bruja se pararon junto al pico de zapador y lo empujaron, enterrándolo bajo el manto gris de la nieve sucia en la oscuridad.
- Dilo –graznó un cuervo.
Se había quedado inmóvil a cuatro patas, el vapor de sus propios fluidos congelándose bajo su cuerpo. Pero sabía que ya no era por el frío. Iba a ocurrirle lo mismo que al resto del Regimiento, solo que en vez de sobre la orilla de hielo del Voljov él aparecería clavado entre los árboles, retratado como un cobarde que dio la espalda el enemigo, aunque en realidad se hubiese dirigido ella de frente.
- ¿Por qué has venido? –insistió la voz de muchacho.
Escupió. Intentó levantar una mano para taparse la boca, pero ya no podía moverse. Le quemaban las insignias sobre el pecho. También la medalla bajo la camisa. Y la pistola en la cadera, que ni recordaba que la llevase encima ni iba a servir para nada.
- ¡Habla! – intervino el cuervo.
- Por honor.
- ¡Mientes! –protestó el cuervo.
La voz de muchacho se reía. Sonaba como las cuerdas de una guitarra nueva. Hablaba un español demasiado limpio.
- Por favor, dime por qué has venido tú.
- Porque si no me daría vergüenza.
- ¡Tonterías!
- No, esa vale. ¿Sabes rezar, Luis?
- Sí –la medalla le quemaba ahora el doble, atrapada entre las dos camisas y el pelo del pecho.
- Pues empieza. Nos vale a cualquier Dios, no tenemos prejuicios.
Dejó de ver los pies, pero sintió tres calores rodeándolos, tres vacíos que caminaban a su alrededor. Las alas del búho, el erizarse del gato.
- Vamos, reza –era la voz de una vieja y con acento ruso, la primera que escucharon en el Voljov.
- Padre nuestro…
- ¡Tuyo! ¡Tuyo! –protestó el cuervo.
Habían vuelto al ruso. No, a otro idioma. Uno del que no distinguía la pronunciación. Eran tres voces, ninguna de las que había escuchado antes. Las notaba andar sobre el aire, sin que los pies hiciesen más que rozar el suelo. Se preguntó si dolería. Escuchó el pico de zapador abrirse paso desde la nieve.
(Escrito para el #escapril2020)
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