Noir ‘merdellón’ y lucha de clases

El noir es un género político. El noir, que no el policíaco. Frente al procedimental y el whodunit, que se agarran a la excusa del psicópata o presentan el crimen como una cuestión individual, puntual y sin contexto social, el noir vive más de la descripción crítica de un ambiente que del misterio, que es apenas un mcguffin para que el o los protagonistas exploren el mundo que se quiere retratar.

El mundo del narcotráfico, en especial tras el éxito mundial de Narcos (2015-2018) en Netflix, se ha explotado en la ficción española desde este enfoque, con lecturas que van desde el ‘basado en hechos reales’ romantizado de la adaptación de Fariña (2018) hasta ese Dinastía en las rías gallegas que representa Vivir sin permiso (2018- ) o la reciente Hache (2019) ambientada en la Barcelona de los 60. Sin embargo, un elemento clave en el entramado criminal, la clase social, suele quedar olvidado o utilizado solo según las convenciones genéricas del culebrón.

Ese narco lolailo

Irónicamente una serie que no se avergüenza de sus homenajes a Starky&Hutch o El Equipo A es la que más se ha acercado a reflejar de manera popular pero verosimil al nacimiento del narcotráfico en el sur de la Península desde el punto de vista de la desigualdad económica. La clase social es omnipresente para los personajes y las tramas de Brigada Costa del Sol (2019), producto de Mediaset y Netflix, un noirmerdellón‘ en el que algún acento andaluz forzado chirría pero que cuida la ambientación setentera y malagueña tanto que casi despide olor a fritanga. La extracción económica, el barrio en el que han nacido, determina sus acciones y marca todos los nudos del argumento. Define al menos a dos de los protagonista -Leo, el policía pijo, y La Buhita, heroína de chabolismo-, a los personajes ambiguos de Reyes y El Chino, y a antagonistas como don Emilio y el hermano franquista de Leo.

La pareja de aspirantes a capos de la droga, Reyes y María Elena, prototipo del empresariado español del pelotazo, se ve metida en el mundo del narcotráfico porque busca desclasarse, y el guión lo subraya lo suficiente con la subtrama de sus ‘amistades’ en el club. Los marqueses venidos a menos que buscan de ellos favores de todo tipo, y el empeño de Reyes en vestir y lucir un coche a la altura de su presunto status económico. Ya en la presentación del personaje y su relación con el fallecido Búho, hablando de compras de fincas y robos en melonares perdidos por las carreteras de España, se nos presenta como un producto de las miserias del Franquismo y el hambre de la posguerra.

De forma mucho más evidente el desclasamiento actúa como la principal motivación del personaje secundario cuyo realismo más escuece, Chino. Descerebrado, chulesco y bocazas, sus modestas aspiraciones no pasan por convertirse en un magnate con acceso a la alta sociedad ni en amasar una fortuna. Para él dedicarse al menudeo es la única vía que le permitiría ahorrar lo suficiente para poner un chiringuito en la playa, meterse en una hipotética y ponerse a tener críos con su novia. En el capítulo 11, cuando confronta a la nueva pareja de Viky, el rencor de clase de Chino se hace evidente al insultar a los testigos al grito de “¡Qué miráis, pijos de mierda!”. En su despecho amoroso también lamenta “que los de La Carihuela no podamos aspirar a una princesa de Torremolinos”.

Siendo la trama más inverosímil de la serie, y la concesión culebronesca de turno de la televisión en abierto en España, la venganza de la Buhita por la muerte de su padre se justifican al 100% por una cuestión de clase. El Búho se dedica al contrabando, y finalmente al narcotráfico, porque es la única vía para que una persona de su barrio salga de la pobreza, como lo será para su hija buscar la justicia por su cuenta. La desconfianza hacia la Policía se considera natural cuando se da por sentado que la muerte del padre no será investigada por tratarse de un ‘merdellón’ de clase baja.

La Policía como ascensor social igualitario

La lealtad, que es un tema central en la serie, se mantiene también como una cuestión netamente de clase, que no baja ni sube por la escala social excepto por un elemento: la Policía. La banda de la Sole, con el Chino y la Buhita, permanecerá fiel solo entre sí, incluso pese a las relaciones románticas de los personajes. Las autoridades franquistas o democráticas protegerán a los suyos en horizontal, nunca en vertical. Incluso los criminales solo son leales cuando pertenecen a un mismo status socioecónomico, como vemos cuando Reyes se gana la fidelidad de su socio marroquí al demostrar que es capaz de ascender socialmente.

Sin embargo, y para algo son los protagonistas, Leo, Bruno, el Hippie y Terrón si demuestran capacidad de guardarse lealtad por los lazos que crean como miembros del Cuerpo, que pueden ir más allá incluso de las normas del propio Cuerpo. Eso sí, el único ascendido es el hijo de un general franquista, Leo, que viste y actúa de forma evidente como alguien de alta extracción social. Pero también se salta su lealtad de clase al actuar contra el especulador y corrupto Don Emilio y hasta su propio hermano, y más tarde en la rebelión contra su padre.

Que la mayoría de los villanos sean nostálgicos del recién fallecido Franquismo tampoco se puede considerar casualidad. Los principales antagonistas son dos exlegionarios que trafican con drogas para financiar los golpes del terrorismo de extrema derecha, en clara referencia a la Triple A o los célebres “elementos incontrolados” de los 70 y primeros 80. Es el caso de Arturo, el hermano de Leo, que se convierte en pistolero de Cristo Rey, con su madre empeñada en llamarlos “alborotadores” aunque acaben de cometer un asesinato.

Por eso mismo se echa de menos más desarrollo en el personaje del Hippie, Pulido, el intelectual del grupo y único actor no andaluz al que le dejan su acento neutro, de cuyas motivaciones no sabemos nada, y se limita a adoptar el papel del “estirado” que cumple las reglas frente a los macarras de sus compañeros. Lo más parecido a una subtrama personal que llega a tener, su tonteo con la hermana de Bruno, ni siquiera es del todo propia, y no sabemos nada de su familia o sus orígenes.

Sin filtro violeta ni rosa

En el aspecto de género o representación LGTBI la serie se atiene a la verosimilitud histórica descuidando aspectos más valorados por el espectador actual. La única subtrama sobre homosexualidad la protagoniza el muy armarizado inspector Terrón, con novia coartada y paliza a un camarero de un club gay para evitar que lo delate ante sus compañeros. En la misma línea aparece como un aspecto lateral de la trama la búsqueda de empleo de Charo, la mujer de Bruno, que debe mentir sobre su estado civil porque la empresa no contrata casadas por si tienen hijos.

El mismo personaje protagoniza la única crítica, demasiado sutil, al amor romántico, digamos que coherente con la época que retrata pero menos tragable circa 2019. La sufrida Charo le recuerda a la Buhita que pensar que se puede cambiar o domesticar al cabestro de Bruno es ridículo, y que siempre las tratará igual de mal. A su vez el personaje de Viki roza demasiado el arquetipo de ‘la perdida’, que además tiene el momento más ridículo y previsible de la serie cuando le aclara a uno de sus dos pretendientes que no tiene nada que hacer porque es “demasiado bueno” y el otro un malote.

Es la representación de estos aspectos, claramente anticuada respecto al momento de emisión, la que hace sospechar de la libertad gozada por los creadores a la hora de plantear la cuestión de la desigualdad económica en la serie: que igual que la ‘armarización’ de Terrón o la falta de oportunidades vitales y profesionales de Charo, se consideren cuestiones superadas o propias de la Transición. Algo que nuestro día a día demuestra que no es cierto, tanto para las cuestiones de género y LGTBI como a las de desigualdad económica, y que es precisamente por lo que necesitamos series como Brigada Costa del Sol, que sin renunciar a ser cultura POP se atrevan a convertirlas en parte de su trama y denunciarlas.

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