Voló al punto la Fama, con sus diez mil orejas, cien mil ojos y un millón de bocas, recubierta de plumas y poseedoras de nudosas y afiladas garras; y, posándose en mi ventana, graznó: “¡Penitenciágite! ¡El Rey Midas tiene orejas de burro!”. Impresionado por su llegada, me puse en pie, y, reuniendo todo mi valor –bien conocía ya sus sucias artimañas– le increpé: “¡Ah, ramera chismosa, madre de todos los engaños! ¡No difames impunemente, ni te aproveches del terror que en los débiles provocan tus infundíos! ¡Aporta pruebas de lo que afirmas o sufre el castigo correspondiente a tu malicia!”. Sorda como era a todo aquello que no deseaba oír, tomó impulso y buscó un nuevo púlpito para su impía proclama. Indignado, la seguí sin dudarlo, asiéndome de las cornisas y los brazos de las gárgolas. Mientras nos columpiábamos por los nocturnos tejados de la ciudad –yo le arrancaba plumas y ella contraatacaba arañándome las manos–, no cejaba en su empeño de anunciar: “¡Penitenciágite! ¡El Rey Midas tiene orejas de burro!”, a lo que yo contestaba, con ímpetu tal que me hería la garganta: “¡Es mentira! ¡Es mentira!”. Cuando, finalmente, se posó en el campanario, dispuesta para un último anuncio, logré atraparla, sujetándola por sus dos hediondas patas. Inmisericorde, la esnuqué contra las tejas y la dejé caer, ya sin vida y ensangrentada, contra el frío suelo de la plaza pública. En ese momento, la medianoche, el doblar de las campanas me hizo comprender que mi misión aún no había finalizado: su ponzoña no podía ser contrarrestada por los débiles lamentos que emití en la persecución. Lleno de fuerzas por esta súbita revelación, tomé impulso apoyándome en la veleta de la torre y elegí una ventana al azar. Una vez en ella, orgulloso, proclamé: “¡Penitenciágite! ¡El Rey Midas no tiene orejas de burro!”.
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