El judío

David Aliaga tiene 27 años y una entrada en Wikipedia que asegura que no creó ni actualiza él mismo, con escasa credibilidad. No quiere que vuelva a hacer este chiste, pero creo que el concepto ayuda a situarlo. Le publiqué la entrevista más absurda que he hecho en mi vida cuando presentó su novela corta Hielo, y en un taller de lectura un señor le salió con que había leído un artículo en el que el periodista le daba mucha leña. (Por otro lado, es la única persona a la que he entrevistado en este blog).

Ahora ha presentado Y no me llamaré más Jacob, libro de relatos en el que explora su ¿exótica? conversión al judaísmo, que presenta como una suerte de ritual de purificación en el que verter sus dudas espirituales y que, en opinión de servidor, es lo mejor que ha escrito hasta ahora, por la verdad que supura lo que hay detrás, no como los fríos ejercicios de técnica que eran sus anteriores obras.

Confieso que me gusta especialmente la definición que hace del anhelo espiritual en «Clases de hebreo», el lamento de algo perdido y que desea ser esperado, sobre todo tirando de autobiografía literaria.

Aunque podría ambientar la entrevista en algún bar madrileño de los que visitamos en su última bajada desde Barcelona –está bien irse de cañas con él porque se deja la tapa, prácticamente nada de lo que se come en este país es kosher-, lo cierto es que muy perezosamente esta entrevista se completó por correo electrónico.

JOSE.– Siendo sincero, y quizás mi duda es poco profunda: como la mayoría de españoles de nuestra edad te habrás criado en un agnosticismo católico, que es una forma pedante de formular el ‘no practicante’ de las encuestas. Siempre, sin que hayamos profundizado demasiado en ello, te he considerado más bien ateo. Y no me da la impresión de que dejes de serlo ahora. ¿Por qué necesitar vivir tu ateísmo a través de la conversión al judaísmo, aunque sea viviéndolo de una manera progresista y desde la vivencia intelectual de la espiritualidad?

DAVID.– Al agnóstico, de manera general, tendemos a considerarlo como un ateo que duda. En mi caso me situaría en el otro margen del agnosticismo, en el del agnóstico que cree pese a que tiene dudas y se cuestiona constantemente su fe. O que cuando tiene dudas, decide creer. Di ese paso en algún momento, no sé muy bien cuándo. Comprendí que necesitaba andar ese trecho, que no sobreviviría en el descreimiento y el materialismo. Pero el catolicismo, ante mí, soporta una carga histórica, política y familiar que me lo hace impracticable. En una iglesia pienso en distintas cosas, en arte en el mejor de los casos, pero no es un templo en el que yo pueda sentirme cómodo. Tampoco la teología católica está hecha para mí. Hay aspectos que no encajan con lo que yo soy capaz de creer; el principal: la encarnación de Dios, eso supera mi voluntad de creer. Tampoco soporto su organización jerárquica y las atribuciones de sus sacerdotes. Así que el catolicismo no podía ser y, sin embargo, yo seguía necesitando esa restitución espiritual de la que hablabas.

Llegué al judaísmo heredero de la Haskalá leyendo a tipos como Martin Buber, Abraham Joshua Heschel o Emmanuel Lévinas. Puedo llegar a admitir que ese judaísmo sigue siendo una religión, pero, en cualquier caso, está liberado de buena parte de la visión supersticiosa que me incapacitaría como creyente. Es una práctica que ha filtrado la tradición religiosa a través de la razón y la ética. Además, no está especialmente alejado de la cultura en la que me han educado. De esta manera, se constituye como un entorno ideal para que yo pueda desarrollar esa intelectualidad espiritual, o espiritualidad intelectual, como prefieras. Me permite practicar el ritual sin traicionar a la razón, practicarlo como quien preserva una tradición que le parece digna de ser preservada o como quien lleva a cabo un mandamiento ético y así estar en diálogo con la trascendencia. Poder aspirar a dialogar en términos de Yo-Tú, que diría Buber.

J.– Comentábamos que las primeras críticas que habías recibido apuntaban que ahora hay una voz detrás. Te decía que yo lo noto respecto a Inercia Gris. Hay un discurso común a todos los relatos y, aunque cambien enfoques y formatos, se nota un autor que quiere hablar de algo concreto. Es curioso, pero creo que el judaísmo te ha hecho mejor escritor, y que leyéndote cualquiera se da cuenta que estarías bastante de acuerdo con lo que acabo de decir.

D.– Viniendo de ti, agradezco el comentario. Nos conocemos desde hace muchos años y sin embargo, contra la práctica habitual, nuestra amistad te ha permitido ser una de las personas que ha criticado mis libros con mayor crudeza o que se ha permitido preguntar sobre las cuestiones más comprometidas. Decir que ser judío me ha hecho mejor escritor sería un titular peculiar, pero en cierto sentido, en el sentido en el que tú lo formulas, creo que es cierto.

El proceso de conversión es una vivencia intensa que me ha llevado a formularme muchas preguntas sobre mí y mi relación con el otro que o no me había formulado antes o había estado aplazando. Como no he sido incapaz de responderme de forma ordenada y clara en mi cabeza, he necesitado escribirlo y el resultado ha sido un libro mucho más honesto que los dos anteriores porque he pensado mucho menos en el lector o en la publicación de la obra. Durante tres años he estado escribiendo relatos en los que el anhelo principal era darme respuesta a mí mismo a través de ese diálogo sostenido en el ejercicio de la escritura.

Por otra parte, estaba algo cansado de leerme y también de leer. Las mismas fórmulas, las mismas ficciones, la misma mirada. Creo que otra de las cosas que he reflejado de forma muy sincera en Y no me llamaré más Jacob es esa vivencia de hartazgo de la ficción y, sobre todo, del lenguaje. Algunos cuentos hablan también de la necesidad de reformularlo desde la honestidad, intentar recuperar el contenido de las palabras para que dejen de estar huecas. He intentado escribir desde una actitud de extrañeza del idioma para intentar que las palabras que empleaba tuviesen un significado pleno, que si el lector trataba de penetrar en ellas las encontrase llenas de sentido.

J.– ¿Te puedes creer que durante la carrera me harté de leer a Derrida y no sabía que era judío?

D.– Hice un seminario de filosofía judía con la Dra. Irene Kajon-Levi de La Sapienza y no incluyó a Derrida en el temario. Cuando le pregunté al respecto, me dijo que Derrida no era un filósofo judío. Si ahora te tuviese delante, me encogería de hombros. Derrida escribió algunas cosas que sí tienen que ver con el judaísmo, como Circonfession o una conferencia en la que hablaba de la relación entre el judaísmo y Alemania a través de Kant.

J.– Por cierto, respecto a la última entrevista he ganado. Barcelona aparece, y además integrada de manera que la historia no tiene sentido en otro lugar. Lo mismo Tel Aviv, por ejemplo. No son escenarios al azar, tienen una relación con el narrador, con el argumento… Hablábamos de que la distancia se ha reducido: si al autor no le importa un carajo nada, al lector tampoco le va a importar. Hay un cambio técnico, pero porque como te decían en la presentación, te has dejado ir, y el acercamiento al tema te requería también cercanía formal.

D.– En todo caso, gano yo. Te conté que no me atrevía a escribir mi ciudad porque cuando lo intentaba no me resultaba verosímil. Esta vez me he atrevido, como dices, porque lo que quería narrar lo pedía, y lo he conseguido un poco. Creo. El pedacito de Barcelona que retrato se parece a la Barcelona que he vivido. Pero desde luego, no es Barcelona, sino un pedacito de la ciudad visto desde una óptica muy concreta.

J.– Hablando de escenarios que te importan un carajo y por eso resultan fríos… ¿salgo en el libro? (La anécdota de Lorca no es del todo así).

D.– No, pero construí «El suspiro del clarividente» en torno a una anécdota que me explicaste sobre García Lorca y un bar de Granada. El protagonista de ese relato es un periodista amargado y… no eres tú. Ni siquiera sé si escuchabas a Íker Jiménez por la radio como él. ¿Tú te reconoces en ese personaje?

J.– En la presentación en Madrid la gente daba la matraca con el fuego como símbolo. Toda la interpretación del libro está en el último microrrelato, que es casi más una nota del autor un poco lírica que otra cosa. Hay un giro desde Inercia Gris, más técnico y cerebral –y con un autor detrás que se ha llevado menos ostias, así que no puede escribir sobre ellas-, pero respecto a Hielo no tanto. Prima la literatura como sustituto de un proceso ritual, sólo que en Hielo había más distancia porque… no eres vikingo y para ti Odín, no lo niegues, es el padre del Poderoso Thor de los cómics Marvel.

D.– “Escribir este libro como baño ritual” escribo en «Mikvé». Y es eso exactamente. La observación racional del ritual como práctica que me conecta con la trascendencia me permite entender, un poco, esa relación con lo trascendente, con lo irracional. Es decir, cuando en Tu Bishvat voy con unos amigos a plantar árboles o cuando decido no tomar determinados alimentos estoy siguiendo una tradición religiosa, pero me permite visualizar determinadas opciones éticas y reafirmarme en ellas, entender qué posiciones decido o necesito adoptar respecto al mundo. Lo mismo sucede con la literatura, cuya práctica entiendo como ritual, también.

J.– En tus redes sueles mojarte habitualmente con el tema israelí y el catalán. No creo que vayas a causar furor tipo Pérez-Reverte, pero por tu ámbito laboral no sería raro que ambos temas te buscasen algún problema.

D.– Me acaba de venir a la cabeza una tira de Charlie Brown que una vez colgaste en uno de tus blogs. O quizá ni siquiera fuese de Charlie Brown. Un personaje decía algo así como “me gustan las personas, lo que no soporto es la gente”.

Me viene muy bien esa distinción para hablar de las reacciones a mi condición de judío (y de catalán, si se quiere). Las personas son respetuosas. Por norma general, alguien con dos dedos de frente no es ni antisemita, ni catalanófobo y si se descubre algún tic en este sentido cuando se mira al espejo se avergüenza y trata de corregirlo. Así que tengo menos problemas de los que podría parecer si uno escucha a la gente que, cuando el Maccabi de Tel Aviv le gana la Euroliga al Madrid, pide que manden a los judíos a la cámara de gas. La mayoría de personas no son así y aún quiero pensar que la gente que emite esa clase de rebuznos se darían con un martillo en la cabeza si se detuviesen a pensar el contenido de lo que dicen. Así que lo primero que intento cuando me encuentro con algún comentario despectivo es tratar de hacer pedagogía.

Pero tampoco soy un iluso. Hijos de puta racistas, gente llena de odio y complejos, los hay en todas partes y la historia del pueblo judío da testimonio de ello. Si después de explicar que Israel es algo más que determinadas políticas llevadas a cabo por determinados políticos o que en democracia cualquier pueblo debería poder expresar en las urnas su voluntad, mi interlocutor persiste en su error, sólo puedo guardar silencio y dejarlo dándose cabezazos contra la pared. Mucho más cuando defienden tesis basadas en conceptos como la superioridad o inferioridad de razas, complots de dominación mundial… Lo peor es que algunos de esos cabrones son peligrosos y en lugar de darse cabezazos contra la pared un día deciden pegarle una paliza a alguien o, peor, dictar políticas de persecución contra un colectivo u otro.

J.– Hay cierta percepción, al menos desde los sectores de la izquierda más o menos laica en la que tú o yo nos podemos mover desde la humildad, de una paranoia constante de la comunidad judía, que ve antisemitismo en todo o que cualquier crítica al Estado de Israel la convierte en una cuestión racial y no política. ¿Estarías de acuerdo?

D.– La historia del pueblo judío invita a socializar la condición judía desde el temor y la precaución constantes. No sólo se trata de la Shoá, antes estuvieron los pogromos en Rusia, los procesos inquisitoriales y su persecución en España… Si tu tatarabuelo, tu bisabuelo, tu abuelo y tu padre fueron perseguidos o asesinados por el mero hecho de ser judíos, es lógico que pienses que tarde o temprano te podría tocar. Y que te rebeles contra eso y lo combatas o que estés alerta son las reacciones más humanas.

Otra cosa es que ese temor y precaución se emplee políticamente o a conveniencia para que cualquier insulto u ofensa dirigida a un judío sea antisemitismo. Como en todos los colectivos y condiciones, hay judíos cabrones y que se los critique no tiene nada que ver con que enciendan dos velas en shabat. A mí, un soldado israelí que se propasa con un civil palestino me parece tan miserable como un árabe o un neonazi que se propasan con un judío. Como cualquiera que por razones xenófobas ataque a una persona. El problema es que en muchos casos se utiliza la condición de judío para denostarlos y ahí la crítica se confunde con la xenofobia y pierde cualquier razón que pueda tener. Rajoy es un inepto malicioso de cuya ineptitud y malicia deriva parte de la desgracia personal de muchos españoles, pero no se me ocurriría juzgar a los gallegos usándolo como metro patrón y mucho menos bombardearlos o expulsarlos de ninguna parte o usar el término gallego despectivamente. Con los judíos, hoy, parte de la izquierda sí lo hace. Toma a Netanyahu o al soldado más cabrón del ejército israelí para interpretar al pueblo judío y deslegitimarlo, culpabilizarlo, vejarlo… Votar en España siendo judío, catalán y de izquierdas es muy difícil.

J.– Dándole vueltas al proceso de aculturación, que decías que no te consideras así, pensaba que en nuestro imaginario, muy mediatizado por EEUU y ese judaísmo cultural laico, el judío es siempre el desarraigado. Es lo que se refleja en las obras de todos esos autores. O en los pocos españoles que han tratado el tema. Entonces, tampoco es raro que un joven de Hospitalet que lo que siente es desarraigo y quiere sentimiento de pertenencia mediante el ritual se identifique con esa cultura hasta el punto de la conversión.

D.– Tal cual lo cuentas. No sé qué responderte.

J.– ¿Qué le puede aportar este libro de relatos a alguien que no te conozca de nada y que lea mi blog? (Se han dado casos).

D.– Nunca sé muy bien qué van a aportar mis libros a los lectores y éste, menos que ninguno. Estaría bien emplazarlos a que nos lo cuenten ellos.

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